sábado 28 de enero de 2012
El limbo, un lugar inexistente
Debido a la gran cantidad de correos electrónicos que recibí tras la publicación de una breve entrada haciendo referencia a la hipótesis del "limbo", he decidido, luego de que también me fuera sugerido por algunos amigos, publicar de forma completa la entrada del día 8 de febrero de 2010 donde traté de demostrar que la inexistencia del limbo y como éste fue, en su origen una invención pelagiana.
EL LIMBO: UN LUGAR INEXISTENTE.
Cuando hace muy poco tiempo la Comisión teológica Internacional redactó un texto donde se expresaba no ser un dogma de fe el “limbo” muchos consideraron que por solo eso se corroboraba una herejía más de parte de Ratzinger y toda la cúpula conciliar. Sin embargo, como bien señalaron autores como el Padre Anthony Cekada en eso ni la comisión teológica, ni los modernistas del Vaticano habían incurrido en ningún error. Uno puede ser perfectamente católico, plenamente ortodoxo y fiel a la Santa Doctrina sin creer en el limbo. El problema radicaba en las consecuencias que en la mente modernista se deribaban de la inexistencia de tal “lugar”: los niños muertos sin bautizar iban al paraíso donde gozarían de visión beatífica junto con los salvos.
En el presente texto demostraremos: en primer lugar que el limbo no puede ser jamás un dogma de fe católico porque constituye en sí mismo un error teológico que si bien no es herético, es próximo a la herejía semi-pelagiana, y en segundo lugar que el Vaticano, con su jerarquía modernista incurre en la herejía pelagiana toda vez que niega la existencia de la transmisión del Pecado Original.
La caída y la Gracia.
Es dogma católico que con la caída de nuestros padres (el pecado original) la naturaleza humana quedó terriblemente herída, el genero humano “hecho inmundo” (Is 64,4) perdio completamente la inocencia y así, despojados de todas las virtudes, fue arrojado del Paraíso. El hombre, quedó entonces como un esclavo del pecado y del Demonio, lejos de Dios se hizo merecedor del infierno.
Esta falta no quedó en Adán, como sostenían los pelagianos y los reformadores del Siglo XVI (Wycliff y Zwilingo), ni se borró en el vientre materno de los predestinados (como imaginó Calvino), sino que el Concilio de Trento afima:
A raíz de esto es imposible, como enseñó San Agustín que el hombre pueda agradar a Dios, para ello debe ser justificado, como repitió dogmáticamente el Sacrosanto Concilio de Trento. ¿Qué es la justificación? Es el acto que lleva al hombre del Estado de Caída al Estado de Gracia, que nos regenera y nos permite permanecer en el camino de Dios durante la vida y después de la muerte, contemplarlo y adorarlo en su Santa Presencia.
Quienes mueren en pecado no son sino merecedores del infierno por culpa propia. Dios no castiga a nadie si no es por su propia culpa. Somos merecedores del infierno por todos nuestros pecados y si nos mantenemos en la Fe, en la Verdad y en la Vida no es por nuestros méritos, sino por la Gracia de Dios que nos permite obrar bien y sostenernos. Sin la gracia no somos nada. Es por ello que debemos, en nuestras oraciones pedirle a Dios que nos la aumente, debemos confesarnos periódicamente, debemos acercarnos al Santísimo y adorarle, debemos comulgar espiritualmente en caso de estar en pecado, pidiendo al Señor que nos de la Gracia de levantarnos de nuestra caída y que así, limpios por la Gracia podamos hincarnos de rodillas y recibirle sacramentalmente.
El bautismo.
El Bautismo es un sacramento absolutamente necesario para la justificación. Sin el bautismo nadie, absolutamente nadie puede aspirar a la salvación de su alma, sino que por el contrario se condena. El Bautismo nos limpia del Pecado Original y nos hace hijos de Dios:
Nadie puede aspirar a la Gloria del Padre sin el bautismo, por ello el Concilio de Florencia decretó en la Cantate Domino .
Remarquemos esto:
¿Puede salvarse alguien que esté sin bautizar por sus “Buenas obras”?
No.
¿Puede algún judío, pagano, o hereje salvarse por “obrar bien”?
No, no puede.
¿Pero si estaba “de buena fe” en el error?
El texto del Concilio es claro: irá al fuego eterno que está aparejado
para el diablo y sus ángeles.
¿Puede un catecúmeno que derrama su sangre por Cristo salvarse?
El Concilio dice que nadie que no esté bautizado con agua, de forma sacramental puede salvarse.
Esto es un dogma de fe, esta es la regla que tenemos que seguir sin dudar. No tenemos derecho a “atemperar” el magisterio por razones humanitarias, por lo que nos gustaría que fuera. La Iglesia habla, nosotros no solo escuchamos, sino que tenemos que someternos a su juicio infalible.
Para rematar podemos citar al II Concilio de Orange:
Pelagianos y semipelagianos en el origen del limbo.
Pero la pregunta vuelve al origen: ¿Qué pasa con un niño que muere sin bautizar? Para ello tenemos que situar dos herejías: la pelagiana y el semipelagianismo, que puede ser interpretado como herejía pura o como un error teológico que intentó conciliar las tesis pelagianas con la ortodoxia de la fe. San Vicente de Lerins fue un semipelagiano, se enfrentó a San Agustín… pero la Iglesia alabó al Santo de Hipona:
Los pelagianos sostenían que los niños recien nacidos estaban en el mismo estado que Adán previo a la caída, es decir, estaban en estado de gracia y que al morir podían gozar de la visión beatífica.
El mismo Pelagio, luego de las condenas iniciales escribió un trabajo titulado “De libero arbitrio libri IV”, allí el hereje sostenía que los niños podían ser bautizados, sin embargo a estos el sacramento solo serviría para que entren en el Reino de Dios, porque los no bautizados aun excluidos del Reino de Dios gozaban de la vida eterna en un “tercer lugar”. Esto fue ampliado por sus discípulos. En ese tercer lugar, o lugar intermedio, los que morían sin bautizar gozaban de una felicidad terrena y no sufrían nada más que la exclusión del Reino de Dios, es decir, la visión beatífica.
La Iglesia Conciliar del Vaticano II va mas allá de esto y regresa a la posición inicial de Pelagio: los niños no bautizados acceden a la Gloria de Dios porque están libres de todo pecado. Están predestinados a la salvación y son puros de cualquier reato o mácula del Pecado Original. Todo esto fue condenado y el bautismo declarado necesario como dogma de fe.
Condena al pelagianismo y al “lugar intermedio”.
El XIV Concilio de Cartago, convocado contra los pelagianos y semipelagianos fijó la doctrina a seguirse respecto a la gracia y al bautismo. En él la influencia de San Agustín es evidentísima, quien lee esos cánones no puede sino remitirse continuamente a los escritos del gran Santo de Hipona.
El cánon segundo atacaba directamente la doctrina pelagiana de los niños nacidos en estado de gracia. De la misma forma ataca al “lugar intermedio” donde supuestamente los infantes no bautizados gozarían de una felicidad terrena. El texto es muy elocuente y nos muestra la verdad, asegurando su enseñanza en la Sagrada Escritura:
Conclusión:
La doctrina del limbo entendida como un lugar intermedio de felicidad terrana, donde las almas de los niños sin bautizar no sufren otra cosa que la sola privación de la visión beatífica es muy cercana a las tesis pelaginas.
Yo personalmente, prefiero creer que el limbo no existe y que aquellos que mueren sin bautizar son arrojados al infierno, portadores del Pecado Original y por lo tanto aborrecibles a los ojos de Dios, tal como enseñó San Pablo, San Agustín y confirmaron los Concilios Ecuménicos.
Se que mi postura (que no es mía, sino la del Magisterio de la Iglesia) puede ser “poco estética”. Habrá quienes digan que la no existencia del limbo quita la misericordia a Dios. ¿Quiénes somos para juzgar la misericordia divina? ¿Somos más que Dios? Él nos salva gratuitamente, no nos debe nada, y salva a quien el quiere por su libre y magnífica voluntad. Dios salva a algunos para mostrar su misericordia, mientras que condena a los pecadores e impíos para mostrar su justicia.
EL LIMBO: UN LUGAR INEXISTENTE.
Cuando hace muy poco tiempo la Comisión teológica Internacional redactó un texto donde se expresaba no ser un dogma de fe el “limbo” muchos consideraron que por solo eso se corroboraba una herejía más de parte de Ratzinger y toda la cúpula conciliar. Sin embargo, como bien señalaron autores como el Padre Anthony Cekada en eso ni la comisión teológica, ni los modernistas del Vaticano habían incurrido en ningún error. Uno puede ser perfectamente católico, plenamente ortodoxo y fiel a la Santa Doctrina sin creer en el limbo. El problema radicaba en las consecuencias que en la mente modernista se deribaban de la inexistencia de tal “lugar”: los niños muertos sin bautizar iban al paraíso donde gozarían de visión beatífica junto con los salvos.
En el presente texto demostraremos: en primer lugar que el limbo no puede ser jamás un dogma de fe católico porque constituye en sí mismo un error teológico que si bien no es herético, es próximo a la herejía semi-pelagiana, y en segundo lugar que el Vaticano, con su jerarquía modernista incurre en la herejía pelagiana toda vez que niega la existencia de la transmisión del Pecado Original.
La caída y la Gracia.
Es dogma católico que con la caída de nuestros padres (el pecado original) la naturaleza humana quedó terriblemente herída, el genero humano “hecho inmundo” (Is 64,4) perdio completamente la inocencia y así, despojados de todas las virtudes, fue arrojado del Paraíso. El hombre, quedó entonces como un esclavo del pecado y del Demonio, lejos de Dios se hizo merecedor del infierno.
Esta falta no quedó en Adán, como sostenían los pelagianos y los reformadores del Siglo XVI (Wycliff y Zwilingo), ni se borró en el vientre materno de los predestinados (como imaginó Calvino), sino que el Concilio de Trento afima:
Si alguno afirma que la prevaricación de Adán le dañó a él solo y no a su descendencia; que la santidad y justicia recibida de Dios, que él perdió, la perdió para sí solo y no también para nosotros; o que, manchado él por el pecado de desobediencia, sólo transmitió a todo el género humano la muerte y las penas
del cuerpo, pero no el pecado que es muerte del alma: sea anatema, pues
contradice al Apóstol que dice: Por un solo hombre entró el pecado en el
mundo, y por el pecado la muerte, y así a todos los hombres pasó la muerte,
por cuanto todos habían pecado [Rom. 5, 12; v. 175] (Dz 789)
A raíz de esto es imposible, como enseñó San Agustín que el hombre pueda agradar a Dios, para ello debe ser justificado, como repitió dogmáticamente el Sacrosanto Concilio de Trento. ¿Qué es la justificación? Es el acto que lleva al hombre del Estado de Caída al Estado de Gracia, que nos regenera y nos permite permanecer en el camino de Dios durante la vida y después de la muerte, contemplarlo y adorarlo en su Santa Presencia.
Quienes mueren en pecado no son sino merecedores del infierno por culpa propia. Dios no castiga a nadie si no es por su propia culpa. Somos merecedores del infierno por todos nuestros pecados y si nos mantenemos en la Fe, en la Verdad y en la Vida no es por nuestros méritos, sino por la Gracia de Dios que nos permite obrar bien y sostenernos. Sin la gracia no somos nada. Es por ello que debemos, en nuestras oraciones pedirle a Dios que nos la aumente, debemos confesarnos periódicamente, debemos acercarnos al Santísimo y adorarle, debemos comulgar espiritualmente en caso de estar en pecado, pidiendo al Señor que nos de la Gracia de levantarnos de nuestra caída y que así, limpios por la Gracia podamos hincarnos de rodillas y recibirle sacramentalmente.
El bautismo.
El Bautismo es un sacramento absolutamente necesario para la justificación. Sin el bautismo nadie, absolutamente nadie puede aspirar a la salvación de su alma, sino que por el contrario se condena. El Bautismo nos limpia del Pecado Original y nos hace hijos de Dios:
El primer lugar entre los sacramentos lo ocupa el santo bautismo, que es
la puerta de la vida espiritual, pues por él nos hacemos miembros de Cristo y
del cuerpo de la Iglesia. Y habiendo por el primer hombre entrado la muerte en
todos, si no renacemos por el agua y el Espíritu, como dice la Verdad, no podemos entrar en el reino de los cielos [cf. Ioh. 3, 5]. La materia de este sacramento es el agua verdadera y natural, y lo mismo da que sea caliente o fría. Y la forma es: Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. (…) El efecto de este sacramento es la remisión de toda culpa original y actual, y también de toda la pena que por la culpa misma se debe. Por eso no ha de imponerse a los bautizados satisfacción alguna por los pecados pasados, sino que, si mueren antes de cometer alguna culpa, llegan inmediatamente al reino de los cielos y a la visión de Dios.
(Dz 696: Concilio de Florencia)
Nadie puede aspirar a la Gloria del Padre sin el bautismo, por ello el Concilio de Florencia decretó en la Cantate Domino .
Firmemente cree, profesa y predica que nadie que no esté dentro de la Iglesia Católica, no sólo paganos, sino también judíos o herejes y cismáticos, puede hacerse participe de la vida eterna, sino que irá al fuego eterno que está aparejado para el diablo y sus ángeles [Mt. 25, 41], a no ser que antes de su muerte se uniere con ella; y que es de tanto precio la unidad en el cuerpo de la Iglesia, que sólo a quienes en él permanecen les aprovechan para su salvación los sacramentos y producen premios eternos los ayunos, limosnas y demás oficios de piedad y ejercicios de la milicia cristiana. Y que nadie, por más limosnas que hiciere, aun cuando derramare su sangre por el nombre de Cristo, puede salvarse, si no permaneciere en el seno y unidad de la Iglesia Católica
Remarquemos esto:
¿Puede salvarse alguien que esté sin bautizar por sus “Buenas obras”?
No.
¿Puede algún judío, pagano, o hereje salvarse por “obrar bien”?
No, no puede.
¿Pero si estaba “de buena fe” en el error?
El texto del Concilio es claro: irá al fuego eterno que está aparejado
para el diablo y sus ángeles.
¿Puede un catecúmeno que derrama su sangre por Cristo salvarse?
El Concilio dice que nadie que no esté bautizado con agua, de forma sacramental puede salvarse.
Esto es un dogma de fe, esta es la regla que tenemos que seguir sin dudar. No tenemos derecho a “atemperar” el magisterio por razones humanitarias, por lo que nos gustaría que fuera. La Iglesia habla, nosotros no solo escuchamos, sino que tenemos que someternos a su juicio infalible.
Para rematar podemos citar al II Concilio de Orange:
Si alguno porfía que pueden venir a la gracia del bautismo unos por misericordia, otros en cambio por el libre albedrío que consta estar viciado en todos los que han nacido de la prevaricación del primer hombre, se muestra ajeno a la recta fe. Porque ése no afirma que el libre albedrío de todos quedó debilitado por el pecado del primer hombre o, ciertamente, piensa que quedó herido de modo que algunos, no obstante, pueden sin la revelación de Dios conquistar por sí mismos el misterio de la eterna salvación. Cuán contrario sea ello, el Señor mismo lo prueba, al atestiguar que no algunos, sino ninguno puede venir a El, sino aquel a quien el Padre atrajere [Ioh. 6, 44]; así como al bienaventurado Pedro le dice: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Joná, porque ni la carne ni la sangre te lo ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos [Mt. 16, 17]; y el Apóstol: Nadie puede decir Señor a Jesús, sino en el EspírituEl magisterio es claro: nadie, absolutamente nadie que no fuera bautizado (hombre o mujer, adulto o niño) puede ser merecedor de la Gracia y de la Vida Eterna, sino que por el contrario es arrojado al infierno.
Santo [1 Cor. 12, 3] (Dz 181)
Pelagianos y semipelagianos en el origen del limbo.
Pero la pregunta vuelve al origen: ¿Qué pasa con un niño que muere sin bautizar? Para ello tenemos que situar dos herejías: la pelagiana y el semipelagianismo, que puede ser interpretado como herejía pura o como un error teológico que intentó conciliar las tesis pelagianas con la ortodoxia de la fe. San Vicente de Lerins fue un semipelagiano, se enfrentó a San Agustín… pero la Iglesia alabó al Santo de Hipona:
A Agustín, varón de santa memoria, por su vida y sus merecimientos, le tuvimos siempre en nuestra comunión y jamás le salpicó ni el rumor de sospecha siniestra; y recordamos que fué hombre de tan grande ciencia, que ya antes fué siempre contado por mis mismos predecesores entre los mejores maestros.
Y su doctrina sobre la gracia es considerada infalible y libre de todo error:
Qué siga y guarde la Iglesia Romana, es decir, la Iglesia Católica, acerca del libre albedrío y la gracia de Dios, si bien puede copiosamente conocerse por varios libros del bienaventurado Agustín; sin embargo, en los archivos eclesiásticos hay capítulos expresos que, si ahí faltan y los creéis necesarios, os los remitiremos. Aunque quien diligentemente considere los dichos del Apóstol, ha de conocer con evidencia lo que ha de seguir. (San Hormisdas,Sicut rationi Dz 173a)
Los pelagianos sostenían que los niños recien nacidos estaban en el mismo estado que Adán previo a la caída, es decir, estaban en estado de gracia y que al morir podían gozar de la visión beatífica.
El mismo Pelagio, luego de las condenas iniciales escribió un trabajo titulado “De libero arbitrio libri IV”, allí el hereje sostenía que los niños podían ser bautizados, sin embargo a estos el sacramento solo serviría para que entren en el Reino de Dios, porque los no bautizados aun excluidos del Reino de Dios gozaban de la vida eterna en un “tercer lugar”. Esto fue ampliado por sus discípulos. En ese tercer lugar, o lugar intermedio, los que morían sin bautizar gozaban de una felicidad terrena y no sufrían nada más que la exclusión del Reino de Dios, es decir, la visión beatífica.
La Iglesia Conciliar del Vaticano II va mas allá de esto y regresa a la posición inicial de Pelagio: los niños no bautizados acceden a la Gloria de Dios porque están libres de todo pecado. Están predestinados a la salvación y son puros de cualquier reato o mácula del Pecado Original. Todo esto fue condenado y el bautismo declarado necesario como dogma de fe.
Condena al pelagianismo y al “lugar intermedio”.
El XIV Concilio de Cartago, convocado contra los pelagianos y semipelagianos fijó la doctrina a seguirse respecto a la gracia y al bautismo. En él la influencia de San Agustín es evidentísima, quien lee esos cánones no puede sino remitirse continuamente a los escritos del gran Santo de Hipona.
El cánon segundo atacaba directamente la doctrina pelagiana de los niños nacidos en estado de gracia. De la misma forma ataca al “lugar intermedio” donde supuestamente los infantes no bautizados gozarían de una felicidad terrena. El texto es muy elocuente y nos muestra la verdad, asegurando su enseñanza en la Sagrada Escritura:
Igualmente plugo: Si alguno dijere que el Señor dijo: En la casa de mi Padre hay
muchas moradas (Ioh 14, 2), para que se entienda que en el reino de los cielos
habrá algún lugar intermedio o lugar alguno en otra parte, donde viven
bienaventurados los niños pequeños que salieron de esta vida sin el bautismo,
sin el cual no pueden entrar en el reino de los cielos que es la vida eterna,
sea anatema. Pues como quiera que el Señor dice: Si uno no renaciere del agua y
del Espíritu Santo, no entrará en el reino de los cielos (Ioh. 3, 5), ¿Qué
católico puede dudar que será partícipe del diablo el que no mereció ser
coheredero de Cristo? Porque el que no está a la derecha, irá sin duda alguna a
la izquierda.
Conclusión:
La doctrina del limbo entendida como un lugar intermedio de felicidad terrana, donde las almas de los niños sin bautizar no sufren otra cosa que la sola privación de la visión beatífica es muy cercana a las tesis pelaginas.
Yo personalmente, prefiero creer que el limbo no existe y que aquellos que mueren sin bautizar son arrojados al infierno, portadores del Pecado Original y por lo tanto aborrecibles a los ojos de Dios, tal como enseñó San Pablo, San Agustín y confirmaron los Concilios Ecuménicos.
Se que mi postura (que no es mía, sino la del Magisterio de la Iglesia) puede ser “poco estética”. Habrá quienes digan que la no existencia del limbo quita la misericordia a Dios. ¿Quiénes somos para juzgar la misericordia divina? ¿Somos más que Dios? Él nos salva gratuitamente, no nos debe nada, y salva a quien el quiere por su libre y magnífica voluntad. Dios salva a algunos para mostrar su misericordia, mientras que condena a los pecadores e impíos para mostrar su justicia.
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