El pecado es el «enemigo número uno» de nuestra santificación y en realidad el enemigo único, ya que todos los demás en tanto lo son en cuanto provienen del pecado o conducen a él.
El pecado, como es sabido, es «una transgresión voluntaria de la ley de Dios». Supone siempre tres elementos esenciales: materia prohibida (o al menos estimada como tal), advertencia por parte del entendimiento y consentimiento o aceptación por parte de la voluntad.
Si la materia es grave y la advertencia y el consentimiento son plenos, se comete un pecado mortal; si la materia es leve o la advertencia y el consentimiento han sido imperfectos, el pecado es venial. Dentro de cada una de estas dos categorías hay infinidad de grados.
EL PECADO MORTAL
Los pecadores.— Son legión, por desgracia, los hombres que viven habitualmente en pecado mortal. Absorbidos casi por entero por las preocupaciones de la vida, metidos en los negocios profesionales, devorados por una sed insaciable de placeres y diversiones y sumidos en una ignorancia religiosa que llega muchas veces a extremos increíbles, no se plantean siquiera el problema del más allá. Algunos, sobre todo si han recibido en su infancia cierta educación cristiana y conservan todavía algún resto de fe, suelen reaccionar ante la muerte próxima y reciben con dudosas disposiciones los últimos sacramentos antes de comparecer ante Dios; pero otros muchos descienden al sepulcro tranquilamente, sin plantearse otro problema ni dolerse de otro mal que el de tener que abandonar para siempre este mundo, en el que tienen hondamente arraigado el corazón.
Estos desgraciados son «almas tullidas —dice Santa Teresa— que, si no viene el mismo Señor a mandarlas se levanten, como al que había treinta años que estaba en la piscina, tienen harta mala ventura y gran peligro».
En gran peligro están —en efecto— de eterna condenación. Si la muerte les sorprende en ese estado, su suerte será espantosa para toda la eternidad. El pecado mortal habitual tiene ennegrecidas sus almas de tal manera, que «no hay tinieblas más tenebrosas ni cosa tan obscura y negra que no lo esté mucho más». Afirma Santa Teresa que, si entendiesen los pecadores cómo queda un alma cuando peca mortalmente, «no sería posible ninguno pecar, aunque se pusiese a mayores trabajos que se pueden pensar por huir de las ocasiones».
Sin embargo, no todos los que viven habitualmente en pecado han contraído la misma responsabilidad ante Dios. Podemos distinguir cuatro clases de pecados, que señalan otras tantas categorías de pecadores, de menor a mayor:
a) LOS PECADOS DE IGNORANCIA.— No nos referimos a una ignorancia total e invencible —que eximiría enteramente del pecado—, sino al resultado de una educación antirreligiosa o del todo indiferente, junto con una inteligencia de muy cortos alcances y un ambiente hostil o alejado de toda influencia religiosa. Los que viven en tales situaciones suelen tener, no obstante, algún conocimiento de la malicia del pecado. Se dan perfecta cuenta de que ciertas acciones que cometen con facilidad no son rectas moralmente. Acaso sienten, de vez en cuando, las punzadas del remordimiento.
Tienen, por lo mismo, suficiente capacidad para cometer a sabiendas un verdadero pecado mortal que los aparte del camino de su salvación.
Pero al lado de todo esto es preciso reconocer que su responsabilidad está muy atenuada delante de Dios. Si han conservado el horror a lo que les parecía más injusto o pecaminoso; si el fondo de su corazón, a pesar de las flaquezas exteriores, se ha mantenido recto en lo fundamental; si han practicado, siquiera sea rudimentariamente, alguna devoción a la Virgen aprendida en los días de su infancia; si se han abstenido de atacar a la religión y sus ministros, y sobre todo, si a la hora de la muerte aciertan a levantar el corazón a Dios llenos de arrepentimiento y confianza en su misericordia, no cabe duda que serán juzgados con particular benignidad en el tribunal divino. Si Cristo nos advirtió que se le pedirá mucho a quien mucho se le dio (Le. 12,48), es justo pensar que poco se le pedirá a quien poco recibió.
Estos tales suelen volverse a Dios con relativa facilidad si se les presenta ocasión oportuna para ello. Como su vida descuidada no proviene de verdadera maldad, sino de una ignorancia profundísima, cualquier situación que impresione fuertemente su alma y les haga entrar dentro de sí puede ser suficiente para volverlos a Dios. La muerte de un familiar, unos sermones misionales, el ingreso en un ambiente religioso, etc., bastan de ordinario para llevarles al buen camino. De todas formas, suelen continuar toda su vida tibios e ignorantes, y el sacerdote encargado de velar por ellos deberá volver una y otra vez a la carga para completar su formación y evitar al menos que vuelvan a su primitivo estado.
b) LOS PECADOS DE FRAGILIDAD.— Son legión las personas suficientemente instruidas en religión para que no se puedan achacar sus desórdenes a simple ignorancia o desconocimiento de sus deberes. Con todo, no pecan tampoco por maldad calculada y fría. Son débiles, de muy poca energía y fuerza de voluntad, fuertemente inclinados a los placeres sensuales, irreflexivos y atolondrados, llenos de flojedad y cobardía. Lamentan sus caídas, admiran a los buenos, «quisieran» ser uno de ellos, pero les falta el coraje y la energía para serlo en realidad. Estas disposiciones no les excusan del pecado; al contrario, son más culpables que los del capítulo anterior, puesto que pecan con mayor conocimiento de causa. Pero en el fondo son más débiles que malos. Él encargado de velar por ellos ha de preocuparse, ante todo, de robustecerlos en sus buenos propósitos, llevándolos a la frecuencia de sacramentos, a la reflexión, huida de las ocasiones, etc., para sacarlos definitivamente de su triste situación y orientarlos por los caminos del bien.
c) LOS PECADOS DE FRIALDAD E INDIFERENCIA.— Hay otra tercera categoría de pecadores habituales que no pecan por ignorancia, como los del primer grupo, ni les duele ni apena su conducta, como a los del segundo.
Pecan a sabiendas de que pecan, no precisamente porque quieran el mal por el mal —o sea, en cuanto ofensa de Dios—, sino porque no quieren renunciar a su placeres y no les preocupa ni poco ni mucho que su conducta pueda ser pecaminosa delante de Dios. Pecan con frialdad, con indiferencia, sin remordimientos de conciencia o acallando los débiles restos de la misma para continuar sin molestias su vida de pecado.
La conversión de estos tales se hace muy difícil. La continua infidelidad a las inspiraciones de la gracia, la fría indiferencia con que se encogen de hombros ante los postulados de la razón y de la más elemental moralidad, el desprecio sistemático de los buenos consejos que acaso reciben de los que les quieren bien, etc., etc., van endureciendo su corazón y encalleciendo su alma, y sería menester un verdadero milagro de la gracia para volverlos al buen camino. Si la muerte les sorprende en ese estado, su suerte eterna será deplorable.
El medio quizá más eficaz para volverlos a Dios sería conseguir de ellos que practiquen una tanda de ejercicios espirituales internos con un grupo de personas afines (de la misma profesión, situación social, etc.). Aunque parezca extraño, no es raro entre esta clase de hombres la aceptación «para ver qué es eso» de una de esas tandas de ejercicios, sobre todo si se lo propone con habilidad y cariño algún amigo íntimo. Allí les espera —con frecuencia— la gracia tumbativa de Dios. A veces se producen conversiones ruidosas, cambios radicales de conducta, comienzo de una vida de piedad y de fervor en los que antes vivían completamente olvidados de Dios. El sacerdote que haya tenido la dicha de ser el instrumento de las divinas misericordias deberá velar sobre su convertido y asegurar, mediante una sabia y oportuna dirección espiritual, el fruto definitivo y permanente de aquel retorno maravilloso a Dios.
d) LOS PECADOS DE OBSTINACIÓN Y DE MALICIA.— Hay, finalmente, otra cuarta categoría de pecadores, la más culpable y horrible de todas. Ya no pecan por ignorancia, debilidad o indiferencia, sino por refinada malicia y satánica obstinación. Su pecado más habitual es la blasfemia, pronunciada precisamente por odio contra Dios. Acaso empezaron siendo buenos cristianos, pero fueron resbalando poco a poco; sus malas pasiones, cada vez más satisfechas, adquirieron proporciones gigantescas, y llegó un momento en que se consideraron definitivamente fracasados. Ya en brazos de la desesperación vino poco después, como una consecuencia inevitable, la defección y apostasía. Rotas las últimas barreras que les detenían al borde del precipicio, se lanzan, por una especie de venganza contra Dios y su propia conciencia, a toda clase de crímenes y desórdenes. Atacan fieramente a la religión —de la que acaso habían sido sus ministros—, combaten a la Iglesia, odian a los buenos, ingresan en las sectas anticatólicas, propagando sus doctrinas malsanas con celo y ardor inextinguible, y, desesperados por los gritos de su conciencia —que chilla a pesar de todo—, se hunden más y más en el pecado. Es el caso de Juliano el Apóstata, Lutero, Calvino, Voltaire y tantos otros menos conocidos, pero no menos culpables, que han pasado su vida pecando contra la luz con obstinación satánica, con odio refinado a Dios y a todo lo santo. Diríase que son como una encarnación del mismo Satanás.
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Cum perversis perverteris.
Con los perversos te pervertirás. |
Uno de estos desgraciados llegó a decir en cierta ocasión: «Yo no creo en la existencia del infierno; pero si lo hay y voy a él, al menos me daré el gustazo de no inclinarme nunca delante de Dios». Y otro, previendo que quizá a la hora de la muerte le vendría del cielo la gracia del arrepentimiento, se cerró voluntariamente a cal y canto la posibilidad de la vuelta a Dios, diciendo a sus amigos y familiares: «Si a la hora de la muerte pido un sacerdote para confesarme, no me lo traigáis; es que estaré delirando».
La conversión de uno de estos hombres satánicos exigiría un milagro de la gracia mayor que la resurrección de un muerto en el orden natural.
Es inútil intentarla por vía de persuasión o de consejo; todo resbalará como el agua sobre el mármol o producirá efectos totalmente contraproducentes.
No hay otro camino que el estrictamente sobrenatural: la oración, el ayuno, las lágrimas, el recurso incesante a la Virgen María, abogada y refugio de pecadores. Se necesita un verdadero milagro, y sólo Dios puede hacerlo. No siempre lo hará a pesar de tantas súplicas y ruegos. Diríase que estos desgraciados han rebasado ya la medida de la paciencia de Dios y están destinados a ser, por toda la eternidad, testimonios vivientes de cuan inflexible y rigurosa es la justicia divina cuando se descarga con plenitud sobre los que han abusado definitivamente de su infinita misericordia.
Prescindamos de estos desgraciados, cuya conversión exigiría un verdadero milagro de la gracia, y volvamos nuestros ojos otra vez a esa muchedumbre inmensa de los que pecan por fragilidad o por ignorancia; a esa gran masa de gente que en el fondo tienen fe, practican algunas devociones superficiales y piensan alguna vez en las cosas de su alma y de la eternidad, pero absorbidos por negocios y preocupaciones mundanas , llevan una vida casi puramente natural , levantándose y cayendo continuamente y permaneciendo a veces largas temporadas en estado de pecado mortal.
Tales son la inmensa mayoría de los cristianos de «programa mínimo» (misa dominical, confesión anual, etc.), en los que está muy poco desarrollado el sentido cristiano, y se entregan a una vida sin horizontes sobrenaturales, en la que predominan los sentidos sobre la razón y la fe y en la que se hallan muy expuestos a perderse.
¿Qué se podrá hacer para llevar estas pobres almas a una vida más cristiana, más en armonía con las exigencias del bautismo y de sus intereses eternos?
Ante todo hay que inspirarle un gran horror al pecado mortal.
El horror al pecado mortal.— Para lograrlo, nada mejor, después de la oración, que la consideración de su gravedad y de sus terribles consecuencias. Escuchemos en primer lugar a Santa Teresa de Jesús:
«No hay tinieblas más tenebrosas, ni cosa tan obscura y negra que no lo esté mucho más (habla del alma en pecado mortal)... Ninguna cosa le aprovecha, y de aquí viene que todas las buenas obras que hiciere, estando así en pecado mortal, son de ningún fruto para alcanzar gloria... Yo sé de una persona (habla de sí misma) a quien quiso Nuestro Señor mostrar cómo quedaba un alma cuando pecaba mortalmente. Dice aquella persona que le parece, si lo entendiesen, no sería posible ninguno pecar, aunque se pusiese a mayores trabajos que se pueden pensar por huir de las ocasiones...
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..el demonio, ¿qué fruto
puede dar? |
«¡Oh almas redimidas por la sangre de Jesucristo! ¡Entendeos y habed lástima de vosotras! ¿Cómo es posible que entendiendo esto no procuráis quitar esta pez de este cristal? Mirad que, si se os acaba la vida, jamás tornaréis a gozar de esta luz. ¡Oh Jesús! ¡Qué es ver a un alma apartada de ella! ¡Cuáles quedan los pobres aposentos del castillo! ¡Qué turbados andan los sentidos, que es la gente que vive en ellos! Y las potencias, que son los alcaides y mayordomos y maestresalas, ¡con qué ceguedad, con qué mal gobierno!
«En fin, como a donde está plantado el árbol, que es el demonio, ¿qué fruto puede dar? Oí una vez a un hombre espiritual que no se espantaba de cosas que hiciese uno que está en pecado mortal, sino de lo que no hacía. Dios por su misericordia nos libre de tan gran mal, que no hay cosa mientras vivimos que merezca este nombre de mal, sino ésta, pues acarrea males eternos para sin fin».
(Tomado de "Teología de la perfección cristiana" del P. A. Royo Marín O.P.)
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