2.1. El “no” del Papa.
Hemos visto que un obispo que –en estado de grave necesidad general de las almas– consagra a otro obispo “dado que tiene el poder de orden” (Summa Theol. cit.), no pone en tela de juicio el primado de jurisdicción del Papa, a quien él tiene todo el derecho de presumir favorable a un acto requerido por las circunstancias extraordinarias “con el fin de que sea atendida adecuadamente” (Summa Theol. cit.) la salud de las almas y el bien común: la salud de las almas es, de hecho, la ley suprema de la Iglesia [salus animarum suprema lex] y es cierto que la Iglesia “suple” la jurisdicción que falta cuando se trata de atender la “necesidad pública y general de los fieles” (P. Cappello, S.I., cit.). Esto no encuentra objeciones cuando la apelación al Papa se hace materialmente imposible por las circunstancias exteriores, como en los casos históricos que hemos recordado.
Pero, si el mismo Papa favorece o promueve un curso eclesiástico corrompido por el neomodernismo y que amenaza, en las almas, los bienes fundamentales indispensables para la salvación (fe y buenas maneras); si el mismo Papa es causa directa o concomitante, y de todas formas, dada su más alta autoridad, causa última de la grave y general necesidad espiritual, sin esperanza de socorro por parte de los Pastores legítimos, ¿qué resultado podría tener en estas circunstancias la apelación al Papa? Éste será quizás materialmente accesible, pero moralmente inaccesible; el recurso a él será, sin duda alguna, materialmente posible, pero moralmente imposible y, si se realiza, desembocará fácilmente en un “no” al acto que las circunstancias extraordinarias exigen “con el fin de que sean atendidas adecuadamente” (Summa Theol. cit.) las graves necesidades generales de las almas. Un comportamiento diferente por parte del Papa presupone, en efecto, el arrepentimiento y humilde reconocimiento de sus responsabilidades, dado que este acto (las consagraciones episcopales) no sería necesario si el mismo Papa no fuese en cierta medida corresponsable del estado de grave y general necesidad.
Nos queda preguntarnos si, en tales circunstancias, el fiel está obligado a obedecer el “no” del Papa, a pesar del daño a las numerosas almas; dicho de otra manera, si el “no” del Papa exonera de este deber sub gravi que incumbe –como ya hemos visto– por derecho divino a cualquiera con la posibilidad de prestar socorro a las almas en estado de grave necesidad general, sin esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos. Ésta es la cuestión a la que debemos responder, cuestión que –una vez más– encuentra la respuesta en la doctrina católica sobre el estado de necesidad. Lo vamos a aclarar en los principios cuarto, quinto, sexto y séptimo: 1) es propio de la necesidad obligar a socorrer independientemente de la causa de la necesidad; 2) es propio de la necesidad que desaparezca en el superior el poder de obligar; 3) es propio de la necesidad poner al súbdito en la imposibilidad moral de obedecer; 4) quien, obligado por la necesidad, no obedece, no niega la Autoridad en su ejercicio legítimo, luego no puede ser acusado de desobediencia y menos aún de cisma.
4º principio: En la necesidad el deber de socorro es independiente de la causa de la necesidad, luego obliga en el caso de que sea el superior mismo quien ponga a las almas en estado de necesidad.
En la necesidad el deber de prestar socorro se impone independientemente de la causa de la necesidad, porque “a la caridad no le importa de dónde viene la necesidad, lo único que le interesa es que hay necesidad” (53). Así, en el ejemplo que hemos puesto en el plano del derecho natural, la mujer debe suplir al marido incluso cuando sea el marido mismo quien ponga a la familia en estado de necesidad. Paralelamente, el deber sub gravi de socorrer a las almas en estado de grave necesidad obliga también si en una diócesis es el obispo el que expande o favorece el modernismo, o si es el Papa el que lo promueve o favorece en la Iglesia Universal. Como hemos visto ya, es justamente esta circunstancia la que hace nacer un grave deber de caridad, porque la necesidad de las almas existe sin ninguna esperanza de socorro por parte de los que ex officio deberían atender sus necesidades ordinarias y extraordinarias.
Luego esta circunstancia tendrá también el efecto de dificultar o llegar a hacer heroico el deber de socorro, a consecuencia de las consecuencias fácilmente previsibles: el estado de necesidad será negado y el recurso a un acto de socorro atraerá sobre el salvador aversiones y acusaciones injustas e injustificadas. Y aquí el súbdito corre todavía “un peligro mas grave”, porque “podemos recurrir al Papa en caso de abuso de los prelados inferiores” (54), pero contra el Papa no queda otro recurso que Dios (Sta. Catalina de Siena).
5º principio: Es propio de la necesidad que desaparezca en el superior la potestad de obligar, y si de hecho obliga, su orden no es vinculante (inefficax).
En el ejemplo que hemos dado en el plano natural, sería el caso de un marido que no sólo pusiese en estado de necesidad a sus hijos y no atendiese sus necesidades, sino que además impidiera a su mujer hacerlo en la medida de lo posible. Es evidente que en este caso el poder de mandar desaparecería en el marido y que, si de hecho manda, su orden no obliga a su mujer.
El hecho de que en el caso de Mons. Lefebvre el Superior sea el Papa no anula este principio. El Vicario de Cristo tiene, sobre todo, el deber de atender la necesidad de las almas, y si no la atiende, o peor, es él mismo la causa directa o concomitante de la necesidad espiritual grave y general, no por ello tiene el poder de impedir que otro atienda en la medida de sus posibilidades a la necesidad de las almas, sobre todo si ese deber radica en su propio estado sacerdotal, y todavía más si es episcopal.
La autoridad del Papa es, en efecto, ilimitada, pero hacia abajo, no hacia arriba: hacia arriba está limitada por el derecho divino, natural y positivo: la autoridad del Papa es “monárquica (...) y absoluta, pero dentro de los límites del derecho divino, natural y positivo”, luego “ni el mismo Romano Pontífice puede actuar contra el derecho divino o sin tenerlo en cuenta” (55). Ahora bien, en caso de necesidad el derecho divino natural y positivo impone un deber de caridad, so pena de pecado mortal, a aquellos que tienen la posibilidad de prestar socorro; y en la necesidad espiritual impone ese deber ante todo a los obispos y a los sacerdotes (además del Papa), luego el Papa, como cualquier otro Superior, no puede oponerse a este deber (Suárez: “deest potestas in legislatore ad obligandum”, De Legibus VI, VII, 11).
Por eso se dice que “la necesidad lleva consigo la dispensa, porque la necesidad no está subordinada a la ley” (“ipsa necessitas habet annexam despensationem quia necessitas non subditur legi”, Summa Theol. I-II q. 96 a. 6). No en el sentido de que en la necesidad esté permitido hacer todo lo que queramos, sino en el sentido de que “la acción que de otra manera estaría prohibida, resulta lícita y permitida por el estado de necesidad” (56) para salvaguardar intereses más importantes que la obediencia a la ley o al superior. En este caso ningún superior tiene poder para exigir el respeto a la ley, porque no le está permitido a ningún superior, y todavía menos al Papa, ejercer la autoridad en perjuicio (especialmente si es espiritual y de numerosas almas) del prójimo, y contra los deberes de estado de los demás, especialmente de los sacerdotes o de los obispos.
Ni siquiera Dios, Legislador Supremo, obliga en la necesidad. “Por ello –recuerda Noldin– el mismo Cristo excusa a David, que en grave peligro comió los panes de la proposición, prohibidos a los laicos por derecho divino” (57). Según este principio, en la necesidad dejan de obligar, además de las leyes humanas, incluso la ley divino-positiva y divino-natural prescriptiva (“Honrarás a tu padre y a tu madre”, “Santificarás las fiestas”); sólo sigue obligando la ley divino-natural negativa (“No matarás”), porque prohibe las acciones intrínsecamente malas (y no malas por prohibidas, como son las consagraciones episcopales sin consentimiento pontificio).
6º principio: Es propio de la necesidad poner al súbdito en la imposibilidad, física o moral, de obedecer.
Es cierto que, en la necesidad, Dios no obliga, pero el Legislador terrenal “puede negar sin razón o contra la ley natural y la ley eterna” (58), luego puede de hecho prohibir la acción requerida por la necesidad. Pero puesto que el “no” del Papa no tiene el poder de anular la grave necesidad general de las almas ni el deber conexo sub gravi de socorrerlas, el súbdito, especialmente si es obispo o sacerdote, se encuentra en la imposibilidad moral y absoluta de obedecer, porque no podría obedecer sin pecar personalmente y perjudicar al prójimo. Luego es propio de la necesidad “crear una suerte de impotencia o imposibilidad de hacer una cosa ordenada, o no hacer una cosa prohibida” (59).
No estamos en el caso de que la autoridad no debería obligar porque summum ius, summa iniuria, o que da una orden poco oportuna o imprudente y a la que, de todas formas, podríamos estar obligados a obedecer igualmente en pro del bien común.
Al contrario, estamos en el caso de que la autoridad no puede obligar, porque su orden se opone al derecho divino y natural “más elevado e imperioso” (“preceptum gravius et magis obligans”) (60). En este caso obedecer a la ley y al legislador sería “malum et peccatum” (Suárez, De Legibus VI, VII, 8), “malum” (Summa Theol., II-II q. 120 a.1), y “vitiosum” (Cayetano, en I-II, q. 96 a. 6), y por tanto no obedecer se convierte en un deber (inoboedientia debita) (61).
En realidad, en este caso el sujeto no desobedece, si no que obedece a un precepto más alto e imperioso que emana de la Autoridad divina, la cual “ordena el respeto de intereses mas importantes” (62). La autoridad terrena “no es la primera ni la única norma de la moralidad”; es norma normata, es decir, regla dictada por la ley divina, luego cuando la autoridad terrena va “contra la ley natural y la ley eterna”, “desobedecer a los hombres para obedecer a Dios se convierte en un deber” (63).
7º principio: Aquel que, obligado por la necesidad, no obedece, no pone en tela de juicio la Autoridad en su ejercicio legítimo.
Para que haya desobediencia, “el mandamiento o la prohibición deben ser legítimos, lo cual sucede cuando el Papa o el ordinario tienen el poder de impartir la orden o la prohibición, y al mismo tiempo los súbditos están obligados a obedecer la orden o la prohibición” (64).
Pero hemos visto que:
1) es también válido para el Papa el principio según el cual, cuando la aplicación de una ley “fuese contra el bien común o el derecho natural [y, en el caso presente, también divino-positivo]... no entra en el poder del Legislador obligar” (65).
2) la necesidad, especialmente la necesidad de la que hablamos, crea en el súbdito “una suerte de impotencia o imposibilidad [en este caso moral y absoluta] de hacer una cosa ordenada, o no hacer una cosa prohibida”. Luego la orden o la prohibición de un superior que, en razón de las circunstancias extraordinarias, se convierte en nefasta para las almas y para el bien común, así como contraria al estado del súbdito (Suárez, De religione, X, IX, 4), pierde su carácter de legitimidad, y libera al sujeto del deber de obediencia; “y quienes se comportan de esta manera no pueden ser acusados de haber faltado a la obediencia, ya que si la voluntad de los Superiores repugna a la voluntad y a las leyes de Dios, ellos mismos sobrepasan la medida de su poder” (66).
Hemos citado ya a San Alfonso: en la necesidad se impone “un precepto divino y natural al que no se puede oponer el mandato humano de la Iglesia”, ni siquiera el mandato del mismo Papa. El primado de jurisdicción del Papa no se pone de ningún modo en cuestión por la violación de una ley jurisdiccional (como hemos visto) ni por la desobediencia motivada por un estado de necesidad. De hecho, el sacerdote o el obispo que, apremiados por la necesidad, no obedecen al Papa, no niegan por ello su subordinación al Papa fuera del caso de necesidad, y no rechazan la autoridad en su ejercicio legítimo. Exactamente igual que la mujer que no niega la autoridad de su marido fuera del caso de necesidad, en el que ella tiene el deber de suplirle contra su voluntad irracionalmente contraria.
Santo Tomás dice que quien actúa en estado de necesidad “no juzga la ley” ni al legislador, y ni siquiera considera su punto de vista mejor que el de la Autoridad, sino que “juzga el caso particular en el que las palabras de la ley [y/o la orden del legislador ] no deben ser observadas”, porque su observancia en este caso particular sería gravemente perjudicial, y por tanto la necesidad libera al súbdito de la acusación de arrogarse un poder que no le corresponde (Summa Theol. I-II q. 96 a. 6 ad 1 y 2).
Gerson (loc. cit.) a su vez, dice que “el desprecio de las Llaves debe ser evaluado a partir del poder legítimo y del uso legítimo del poder”.
Luego un sacerdote que no obedece al Papa que le prohibe absolver en caso de necesidad, o un obispo que no obedece al Papa que le prohibe una consagración episcopal exigida por la grave necesidad espiritual de numerosas almas amenazadas en la fe y en la moral, y sin socorro por parte de los pastores legítimos, no puede ser acusado de “desprecio de las Llaves”, porque el Papa, actuando contra el derecho divino (natural y positivo), no hace un “uso legítimo” de las Llaves.
El Primado conlleva una sumisión ciega y “sin examen del objeto” solamente in rebus fidei et morum (y cuando el Papa se expresa a ese nivel en que su autoridad es infalible); para el resto, la sumisión al Papa depende de las normas morales que regulan la obediencia. Luego entonces, si el Papa sobrepasa la “medida” de su poder, los súbditos, que obedecen “a Dios antes que a los hombres” (Hech. 5, 29), “no pueden ser acusados de haber faltado a la obediencia” (León XIII, Diuturnum illud). Actuar de otro modo, dice Gerson, “constituiría una aquiescencia propia de burros, y un fatuo temor propio de conejos” (loc. cit.).
* * *
En el caso que estamos tratando, Mons. Lefebvre no ha disputado al Vicario de Cristo el derecho de disciplinar, en virtud del Primado, el poder de orden episcopal; el sólo ha contestado que la reserva del Papa sobre las consagraciones episcopales no podía ser respetada sin grave peligro para muchas almas y sin falta grave por su parte en las circunstancias actuales, en las cuales, como ha reconocido el mismo Juan Pablo II, “se han extendido a manos llenas las ideas que se oponen a la Verdad revelada y enseñada desde siempre; verdaderas herejías son propagadas, en los campos de la dogmática y la moral”; y “los cristianos hoy se sienten en gran parte perdidos, confundidos, perplejos y decepcionados”. “Tentados por el ateísmo, el agnosticismo, el iluminismo vagamente moralista, por un cristianismo sociológico, sin dogmas definidos y sin moral objetiva”, generalmente no tienen esperanza de socorro por parte de los pastores legítimos.
Del mismo modo, Mons. Lefebvre, no ha disputado al Papa el poder de gobernar a los obispos por el interés de la Iglesia y de las almas, sino simplemente ha constatado que, en las circunstancias extraordinarias actuales, no podía obedecer al Papa sin grave peligro para la Iglesia y para las almas y sin falta grave personal, estando encargado de un deber de suplencia impuesto por la caridad y enraizado en su estado episcopal. Al violar materialmente la norma disciplinaria y la orden recibida, se ha preocupado de reafirmar el fundamento dogmático (el Primado) y de mantenerse rigurosamente en los límites de la doctrina católica sobre el estado de necesidad, de tal manera que el Card. Gagnon hubo de reconocer que “Mons. Lefebvre no elevó al nivel de verdad la afirmación «tengo el poder de actuar en este dominio»” (67).
Para sostener que Mons. Lefebvre, al resistir al “no” del Papa, negó el Primado, habría que sostener que quien resiste a una orden perjudicial de la Autoridad niega la Autoridad misma, lo cual es falso.
* * *
Podemos ahora juzgar la posición de los críticos de Mons. Lefebvre, que no reconocerán jamás al Papa el poder de prohibir una acción necesaria para salvar a un hombre en peligro de muerte temporal, pero que le reconocen el poder de prohibir una acción necesaria para socorrer a numerosas almas expuestas al peligro de muerte eterna, y se lo reconocen para salvaguardar ese Primado que está conferido al Papa para salvar a las almas, no para perderlas.
Gerson dice que son “los pusilánimes” quienes piensan “que el Papa es un Dios que tiene todo el poder sobre cielo y tierra” (loc. cit.), pero aquellos que critican a Mons. Lefebvre hacen del Papa más que un Dios, porque Dios no da órdenes para perjudicar a las almas, ni exige esta obediencia en detrimento de las almas. En realidad estas críticas injustas hacen del Primado la ley suprema de la Iglesia, que no es el caso, pues el primado ha sido ordenado para la salvación de las almas; degradan el Primado a despotismo, la obediencia debida al Papa a servilismo, y hacen de la obediencia la mas alta de las virtudes, cosa que no es... al menos según la doctrina católica, para la cual la obediencia, incluso al Papa, tiene por finalidad el ejercicio de las virtudes teologales, y en primer lugar la caridad (68).
Santo Tomás, a la objeción según la cual “a veces por obediencia se debe omitir el bien”, responde que “hay un bien al cual el hombre se debe necesariamente, como amar a Dios y otras cosas parecidas. Y ese bien no debemos abandonarlo de ninguna manera por obediencia” (Summa Theol., II-II q. 104 a. 3 ad 3). Entre las “otras cosas parecidas”, en primer lugar están los deberes de estado (especialmente para los obispos) y el amor al prójimo, contenido como objeto secundario en el amor de Dios. De hecho, todo en la Iglesia, su misma constitución jerárquica con el Primado y las leyes que disciplinan el poder de orden, tiene como objetivo último la caridad, y si “la necesidad no depende de la ley” [necessitas non subditur legi] (Summa Theol.cit.), es porque depende de la ley suprema, que es la caridad. Ley de la que dependen también los Vicarios de Cristo, que tienen, sí, el Primado de jurisdicción y el derecho de disciplinar toda otra jurisdicción en la Iglesia, pero “por precepto divino, o más bien natural, de caridad, están obligados a atender adecuadamente la necesidad de los fieles” (Suárez, De poenitentiae sacramento, XXVI, IV, 7).
2.2. Unas palabras sobre la epiqueya “sine recursu ad Principem” (o epiqueya “necesaria”).
Los principios recordados en esta segunda parte de nuestro estudio se fundan en la llamada epiqueya “necesaria” o “epiqueya sin recurso al Superior” [epiqueya sine recursu ad Principem] (69), epiqueya entendida aquí no en el sentido vulgar, sino en un sentido amplio y propio y que se identifica con la equidad, que es la forma más alta de la justicia (“la epiqueya que nosotros [latinos] llamamos equidad”, Summa Theol. II-II q. 120 a. 1), que es virtud concerniente justamente “a los deberes existentes en los casos particulares que se salen de lo ordinario” (Summa Theol. II-II q. 80), y que por ello se identifica en el derecho canónico con las normas sobre la “cesación ab intrinseco de la ley en un caso particular” y sobre las “causas excusantes” de la observancia de la ley y de la obediencia al Legislador (70).
Naz escribe que ya para Santo Tomás, “como para Aristóteles, la intervención de la epiqueya está subordinada a la existencia de un derecho. De tal manera que, en ciertos casos, la ley pierde su poder de obligar –así en el caso en que una de sus aplicaciones fuese contraria al bien común y al derecho natural– y en ese caso no está en el poder del Legislador el obligar” (71). Y también: “Ha lugar a la epiqueya cuando la voluntad del Legislador o bien no puede o bien no debe imponer la aplicación de la ley al caso en cuestión” (72).
La necesidad de la que hablamos en el caso de Mons. Lefebvre es justamente el caso en el que el legislador no puede imponer la aplicación de la ley, convertida, teniendo en cuenta las circunstancias particulares, en contraria al bien común y al derecho divino natural y positivo. Por parte suya, al estar apremiado por un precepto de derecho divino, natural y positivo, “el sujeto no sólo puede, si no que está obligado a no observar la ley, pida o no permiso a su Superior” (73).
En efecto, explica Suárez (que habla precisamente del Papa), “aquí no se trata de interpretar la voluntad del superior, si no su poder”, para conocer el cual no es necesario ni obligado preguntar al superior, sino que es lícito servirse de “las reglas doctrinales” o de “los principios de la teología o del derecho” (74), dado que “conocemos con más certeza el poder [del superior], que no es libre, que su voluntad, que sí es libre” (75). Por tanto, el súbdito, después de haber examinado prudentemente las circunstancias, y estando seguro a partir de las “reglas doctrinales” o de los “principios de la teología o del derecho” de que sobrepasa el poder del legislador [ultra potestatem legislatoris] (76) obligar a respetar la ley con peligro para numerosas almas, y de que obedecer en ese caso sería “malum et peccatum” (77), puede, o más bien debe, no atenerse a la ley y a la orden, y puede y debe hacerlo propria auctoritate (78), ex proprio arbitrio (79), por su propia iniciativa, sine recursu ad Principem (80), es decir, sin ninguna dispensa ni aprobación de su Superior. “Y la razón de esto –escribe Suárez– es que en este caso la autoridad del superior no puede tener ningún efecto; de hecho, aun cuando él mismo quisiese que el súbdito, después de recurrir a él, observara la ley, éste no podría obedecerle, porque hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, y en tal caso está fuera de lugar [impertinens] pedir permiso” (81).
Volviendo a nuestro ejemplo, sería el caso de la mujer que, ante la grave necesidad de sus hijos, no necesita el acuerdo de su marido para ejercer su deber de suplencia, y si su marido se lo prohibiese, no le debería obedecer y está fuera de lugar que pida su consentimiento.
Suárez, además, preguntándose si el peligro de perjuicio (para sí o para otro) excusa la obediencia, responde que “en el Legislador no se presume la voluntad de obligar en este caso, y si la tuviese no sería eficaz [et quamvis illam haberet esset inefficax]. (...) Y en esto concuerdan todos los doctores que hablan de la obediencia y de las leyes” (82).
Luego “cuando conste con certeza que la ley, en una circunstancia particular, se vuelve injusta o contraria a otro precepto o virtud más obligante, aquí la ley cesa de obligar y por propia iniciativa se puede no observarla sin recurrir al Superior” (83), dado que la ley, en este caso, no podría, “ser observada sin pecar” (84), lo mismo que el superior no podría, sin pecar, obligar al sujeto a respetarla.
Queda el deber de evitar el escándalo del prójimo, y “debemos intentar todo medio oportuno y humilde ante el soberano Pontífice (...). Pero si la insistencia humilde no sirve de nada, hay que reivindicar una viril y valiente libertad” (Gerson, op. cit.).
2.3. Refutación de otras objeciones erróneas.
Así pues, no es verdad que “esté permitido utilizarla solamente [la epiqueya] si el legislador es inaccesible”, como ya leímos en la p. 49 del opúsculo mencionado en la nota 43. Esto vale para la epiqueya en el sentido estricto o impropio (85), y no para la epiqueya en el sentido amplio y propio. En el primer caso (epiqueya en el sentido impropio o vulgar) suponemos que la autoridad, con benevolencia, no quiere obligar, aunque pueda hacerlo, y si el Legislador es accesible tenemos el deber de interrogarle, dado que se trata de su “voluntad, que es libre” (Suárez cit.). La epiqueya en sentido amplio y propio, al contrario, se refiere a los casos en los cuales la Autoridad no puede obligar, aunque quiera hacerlo, y el súbdito se encuentra en la imposibilidad moral de obedecer, y por ello la epiqueya es “necesaria” (Suárez) y el recurso al legislador no es en sí obligatorio. Al contrario, debemos omitirlo en el caso en el que se prevé que el superior obligaría a pesar del daño al requirente o a otros. En este caso, no se trata de la voluntad del superior, si no de su “potestad, que no es libre” (Suárez cit.).
Es todavía menos cierto lo que se dice en otra publicación: que “existe necesidad cuando es imposible contactar con el superior, lo cual supone una cierta urgencia en la decisión a tomar” (86). También esto es verdad sólo para la epiqueya en el sentido impropio o vulgar, y es verdad sólo parcialmente, porque la necesidad no nace de la imposibilidad de contactar con el superior (“existe necesidad cuando es imposible contactar con el superior”), sino que existe independientemente de ella y persiste independientemente de la eventual negativa del superior.
Para aclarar definitivamente la cuestión nos referiremos a lo que escribió el P. Tito Centi, O.P.: “Los moralistas han intentado precisar los criterios a seguir para la aplicación de la epiqueya. Sustancialmente los reducen a los tres casos siguientes: a) cuando en una situación particular las prescripciones de la ley positiva están en contradicción con una ley superior que ordena el respeto de intereses más importantes [epiqueya en sentido propio]; b) cuando, a causa de circunstancias excepcionales, la sumisión a la ley positiva sería demasiado gravosa, sin que resulte de ello un bien proporcionado al sacrificio que dicha ley exige, c) cuando, sin volverse negativa como en el primer caso, y sin imponer un heroísmo injustificado como en el segundo, la observancia de la ley positiva implica dificultades especiales e imprevisibles que la hacen accidentalmente más dura que lo que debiera ser según la intención del legislador” (87).
La grave necesidad espiritual de muchos encaja en el primer caso: el caso de la ley positiva que, en virtud de circunstancias extraordinarias, se vuelve “negativa” porque está “en contradicción con una ley superior que ordena el respeto de intereses más importantes” (epiqueya en sentido propio). Los autores del opúsculo, sin embargo, así como de la publicación mencionada anteriormente, parece que sólo conocen el 2º y 3er caso (epiqueya en el sentido impropio o vulgar), que nada tiene que ver con el caso de Mons. Lefebvre. En su 1er caso, que es el caso de Mons. Lefebvre, la epiqueya viene a coincidir con la equidad, y consecuentemente enlaza con la imposibilidad moral de obedecer y es, como ya hemos visto, un derecho (además de un deber); en el 2º y 3er caso, sin embargo, la epiqueya se identifica simplemente con la clemencia o moderación en la aplicación de las leyes y en el ejercicio de la Autoridad (vid. Roberti-Palazzini, Dicc. de Teología moral, voz Equitá, o epiqueya; también Aequitas canonica cit. y Naz, Dicc. de Dcho. Can., voz Equidad).
Es cierto, estamos en unas circunstancias extraordinarias, en las que hace falta remontarse a principios más elevados que los que se aplican ordinariamente; principios que no se predican todos los días y que por tanto son ignorados por muchos, pero que de todas maneras pueden hallarse en síntesis suscrita en no importa qué tratado sobre los principios generales del derecho y de la moral.
Así por ejemplo, en las Institutiones Morales Alphonsianae del P. Clemente Marc, en el n. 174 podemos leer: “Ha lugar a la epiqueya en el caso en que la ley se vuelve perjudicial o demasiado onerosa. En el primer caso [si es perjudicial], el superior no podría obligar, luego la epiqueya es necesaria [es el caso que nos interesa]”. Y también, en el De principiis theologiae moralis de Noldin (III, n. 199) leemos: “Decimos que el fin de la ley cesa contrarie cuando su observancia es perjudicial... Si el fin de la ley en un caso particular cesa contrarie, la ley cesa [de obligar]. La razón es que, si el fin de la ley cesa contrarie, tenemos el derecho de usar la epiqueya”.
En fin, cualquier manual que exponga los principios del derecho canónico trata de la cesación ab intrinseco de la ley, es decir, de la ley que cesa de obligar por el solo hecho de ser en este caso perjudicial, y no porque el Legislador decrete la cesación, o conceda la dispensa (como en el caso de la cesación ab extrinseco). Tal es justamente el caso de la necesidad, que es la más fuerte de las causas excusantes de la observancia de la ley y de la obediencia (88). Sobre todo cuando esta necesidad nace del deber, radicado en el propio estado, de socorrer numerosas almas en grave necesidad espiritual, porque “la salvación de las almas es para la sociedad espiritual el fin último hacia el cual están orientadas todas sus leyes y sus instituciones” (Pío XII, discurso al II Congreso mundial del apostolado de los laicos, octubre 1957): partiendo del Papado, y sin olvidar el episcopado.
3. Conclusión.
La conclusión de nuestro estudio es que, o bien negamos el estado de necesidad (es la vía elegida por el Vaticano) y por consiguiente la crisis actual de la Iglesia; o bien, si lo admitimos (cfr. sì sì no no, ed. it., Ni cismáticos ni excomulgados, septiembre 1988), debemos –si queremos ser coherentes– aprobar el gesto de Mons. Lefebvre, gesto que, por extraordinario que pueda parecer, debe ser juzgado en relación a la situación extraordinaria en la cual se encontró y en la cual por tanto “hay que juzgar sobre la base de principios más elevados que las leyes ordinarias” (Summa Theol., II-II q.51 a. 4).
De los principios que hemos citado aquí con la brevedad necesaria, se sigue:
1) que Mons. Lefebvre tenía sub gravi el deber, al menos ex caritate, radicado en su estado episcopal, de socorrer a las almas que se volvían hacia él para recibir ayuda en el estado actual de grave necesidad general en la que las almas no podían ni pueden esperar el socorro de los Pastores legítimos;
2) que Mons. Lefebvre, teniendo en cuenta las circunstancias extraordinarias actuales, “dado que tenía el poder de orden” (Summa Theol. cit.), tenía también el deber de consagrar otros obispos para asegurar (mediante otras ordenaciones sacerdotales) a los fieles en estado de grave y general necesidad, aquello que tienen el derecho de pedir a la jerarquía (doctrina sana y sacramentos): es lícito y obligado ayudar al prójimo en la necesidad hasta el límite de las propias posibilidades: “licet alium iuvare quantum potest fieri” (89).
3) que Mons. Lefebvre estaba en la imposibilidad moral y absoluta de obedecer al “no” del Papa, porque habría pecado por omisión contra el mandamiento de la caridad, enraizado en su propio estado episcopal, mandamiento “mas grave y obligante” que la obediencia a la ley y al Legislador (Suárez cit.). El pecado de omisión, en efecto, consiste aquí en no dar un bien, debido por cualquier razón (en este caso por la razón de caridad enraizada en el estado episcopal), cuando sería oportuno darlo (Summa Theol. II-II q. 79 a.3). Y cualquier ley deja de obligar per se [por ella misma], es decir, sin dispensa o acuerdo del superior, si el daño que se desencadena es general y grande (“lex per se cessare si documentum... esset generale et nimium”: Suárez, De Legibus, VI, IX, 10).
4) que Mons. Lefebvre, actuando en estado de grave y general necesidad de las almas, obligado por un precepto de derecho divino, natural y positivo, no ha negado el Primado de jurisdicción del Papa, ni siquiera ha desobedecido al Papa, el cual “no puede actuar contra el derecho divino ni sin tenerlo en cuenta” (Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Episcopi).
* * *
El hecho de que el Vaticano haya negado el estado de necesidad no anula la grave necesidad en la que se encuentran hoy numerosas almas, sino que confirma que este estado de necesidad, al menos por el momento, no tiene esperanza de socorro por parte de la Santa Sede. Por tanto, a los autores del opúsculo, que objetaban que “San Eusebio [de Samosata] actuó sin el consentimiento del Papa, pero no contra el consentimiento del Papa”, respondemos que se trata solamente de una cuestión de hecho, no de principio: San Eusebio no se encontró ante un “no” de un Papa que promovía o favorecía el arrianismo y, negando la crisis arriana, exigía el respeto de leyes que, en esas circunstancias extraordinarias, habrían privado del socorro debido a las almas puestas en estado de grave necesidad espiritual por los arrianos. Si hubiese tenido que enfrentarse a esta situación, San Eusebio habría debido atenerse a los principios morales recordados aquí y cumplir, no contra el “no” del Papa, sino a pesar del “no” del Papa, con el grave deber de caridad impuesto a su episcopado por la grave y general necesidad de las almas.
Los autores del opúsculo manifiestan su desprecio por las argumentaciones de tipo “iluminista” o “carismático”, entendiendo con ello censurar a cuantos han hecho con simplicidad un acto de confianza en la rectitud y en la santidad personal de Mons. Lefebvre. En esto tampoco tienen razón, se equivocan teológicamente. En efecto, Santo Tomás escribe que “en las cosas que suceden raramente y en las cuales hace falta separarse de las leyes comunes... se exige una virtud de juicio anclada sobre principios más altos, virtud que hemos denominado gnome y que implica una especial perspicacia de juicio” (Summa Theol., II-II q.51 a. 4). Y esta singular “perspicacia de juicio” –dice S.Tomás– sólo se la puede poseer en virtud de la santidad: “El hombre espiritual recibe del hábito de la caridad la inclinación a juzgar rectamente todas las cosas según las leyes divinas, pronunciando su juicio mediante el don de la sabiduría, como el justo lo pronuncia según las reglas del derecho mediante la virtud de la prudencia” (Summa Theol., II-II q. 60 a. 1 ad 2).
Nos hemos servido en este estudio de esta argumentación y nos hemos ceñido únicamente a los principios generales de la teología y del Derecho Canónico con el fin de dejar claro, para aquellos que son conscientes de la crisis de la Iglesia y no sólo para los que reconocen la santidad de Mons. Lefebvre, que en las circunstancias extraordinarias actuales, más allá de “la obediencia cueste lo que cueste” (¿también la fe? ¿incluso la salvación del alma propia y del prójimo? ¿no sería ésta la “aquiescencia propia de burros”, y el “fatuo temor propio de conejos” de que habla Gerson?), y más allá de la tesis indemostrable de los sedevacantistas, existe una [verdadera] tercera vía: atenerse a aquello que la misma Iglesia enseña sobre “el estado de necesidad”. Exactamente como hizo Mons. Lefebvre.
Hirpinus
NOTAS
(1) Motu Proprio del 2 de julio de 1998.
(2) Brisbois, A propos des lois purement pénales, en Nouvelle revue théologique 65 (1938, p. 1072).
3) Vid. can. 20 del código pío-benedictino, y F.M. Cappello, S.I., Ius suppletorium, en Summa iuris canonici, vol. I, Roma 1961, p. 79.
(4) Vid. E. Eichmann-K. Mörsdof, Tratado de derecho canónico, y G. May, Legítima defensa, resistencia, necesidad.
(5) Santo Tomás, Summa Theol. Suppl. q. 8 a 6; vid. también Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Caritas (erga proximum).
(6) Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Caritas; Billuart, De caritate, Diss. IV art. 3; Genicot, S.I., Institutiones Theologiae moralis vol. I, 217 A y B, etc.
(7) Humani Generis, 1950.
(8) Motu Proprio de 18.11.1907.
(9) Discurso en el seminario lombardo en Roma, 7.12.1968.
(10) Discurso del 30.6.1972.
(11) L’Osservatore Romano, 7.12.1981.
(12) Genicot, S.I. Institutiones theologiae moralis, I, 217 B; Billuart, De caritate, IV, 3; San Alfonso, Theologia moralis, III, 27.
(13) Suárez, De caritate, IX, II, n. 4.
(14) Roberti-Palazzini, Dizionario di teologia morale, voz Jurisdicción supletoria.
(15) Naz, Diccionario de Derecho Canónico, voz Derecho canónico, col. 1446.
(16) Discurso al II Congreso mundial del apostolado de los laicos (octubre 1957).
(17) San Alfonso, Theologia moralis VI, IV, 625, y Opere Morali, Marietti, Turín 1848, XVI, VI, 126-127.
(18) I Jn. 3,17; Summa Theol. II- II q.32 a. 1 y a. 5 ad 2; q. 71 a. 1; Billuart, De caritate Dissert. IV art.3.
(19) E. Genicot, S.I., op. cit. I, 21 B y C.
(20) Theologia moralis III, III, n. 27.
(21) Suárez, De charitate, IX, II, n.4.
(22) De charitate, Dissert. IV art. 3.
(23) San Jerónimo, Adversus Luciferianos.
(24) Romano Amerio, Iota Unum, Salamanca 1995, pp. 15-16.
(25) Ibid. p. 477.
(26) Ibid. p. 110 y ss.
(27) Il Sabato, 30.7 a 5.8 de 1988.
(28) Journet, La Iglesia del Verbo encarnado, vol. I.
(29) San Alfonso, Theologia Moralis VI, IV, n. 560.
(30) Summa Theol. XIII, La Penitencia, p. 420.
(31) Suárez (De poenitentia, Disp. XXVI, sec. IV, n. 6) se pregunta si esta costumbre perpetua y común guardada por la Iglesia es de institución divina. En todo caso –concluye– la Iglesia no podría abolirla, ya que eso sería usar el poder “no para edificar, si no para demoler” (ibid.)
(32) San Alfonso De paenit. sacram. XVI, V, n. 92.
(33) Suárez, De Legibus, VI, VII, 13.
(34) F.M. Cappello, Summa Iuris Canonici, vol. I, p. 258, 2; también Palazzini, Dictionarium cit., voz Iurisdictio suppleta.
(35) San Alfonso, De poeinitentiae sacramento, XVI, V, 90.
(36) Santo Tomás, Summa Theol. II-II q. 66 a 7; cf. también II-II q. 32 a. 7 ad 3.
(37) Vid. Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Iurisdictio suppleta.
(38) F.M. Cappello, S.I., Summa iuris canonici, vol. I, Roma, 1961, p. 252.
(39) Vid. Manlio Simonetti, La crisis arriana en el siglo IV, Institutum Patristicum Augustinianum, Roma 1975.
(40) Dict. mor. et can., voz Episcopi.
(41) Ibid., voz Iurisdictio.
(42) Enciclopedia Católica, voz Necesidad, estado de.
(43) De las consagraciones episcopales contra la voluntad del Papa, ensayo colectivo de la Hermandad de San Pedro.
(44) De poenitentiae sacramento, tratado XVI, cap. V, n. 91.
(45) Journet, op. cit., I, p. 528, nota 2.
(46) Vid. Salaverri De Ecclesia, en Summa Theologiae, BAC, Madrid.
(47) Journet, op. cit., pp. 656-657. El P. Tito Centi, O.P., en la nota 1 a la Suma Teológica de Santo Tomás, Ed. Salani, II-II q. 39 a. 4, escribe: “Tenemos un indicio en el hecho de que la Iglesia no exija una confesión general a los cismáticos que vuelven a la unidad, ni la convalidación de sus eventuales impedimentos matrimoniales”.
(48) Palazzini, Diction. mor. et can., voz Fontes iuris canonici; Naz, Dictionnaire de Droit canonique, voz Droit canonique.
(49) Naz, loc. cit.
(50) Genicot, S.I., Institutiones theologiae moralis, I, 85.
(51) Palazzini, Dictionarium cit., voz Mandatum Apostolicum.
(52) L. Rodrigo, Praelectiones theologico-morales comillenses II, tratado De Legibus, Sal Terrae, Santander 1944, n. 393.2, p. 294 (cit. en F.J. Urrutia, S.I., Aequitas canonica, en Periodica de re morali, canonica, liturgica, vol. 73, p. 46, n. 21, Universidad Pontificia Gregoriana).
(53) Suárez, De charitate, IX, II, 3.
(54) Gerson, De contemptu clavium et materia excommunicationum et irregularitatum (Basilea 1489), VII-XII, I, 33, cit. en Tito Centi, O.P., La scomunica di Girolamo Savonarola, Ed. Ares, Milán.
(55) Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Episcopi.
(56) Enciclopedia cattolica, voz Necesidad, estado de.
(57) Noldin, S.I., Summa Theologiae Moralis, I, De Principiis, III, 8, p. 203.
(58) Roberti-Palazzini, Dizionario di Teologia morale, voz Resistencia al poder injusto.
(59) Diccionario de Derecho Canónico, voz Necesidad, col. 991.
(60) Suárez, De Legibus, VI, VII, 12.
(61) Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Oboedientia.
(62) Tito Centi, O.P., La Somma Teologica, Ed. Salani, vol. XIX, n. 1, p. 274.
(63) Roberti-Palazzini cit., voz Resistenza al potere ingiusto; vid. León XIII, Libertas.
(64) Palazzini, Diccionario cit., voz Inoboedientia.
(65) Naz, Diccionario cit., voz Epiqueya.
(66) León XIII, Diuturnum illud.
(67) Entrevista en 30 Giorni, marzo 1991.
(68) Palazzini, Dicc. cit, voz Oboedientia.
(69) Suárez, De Legibus, VI, VIII, 1.
(70) Vid. Roberti-Palazzini, Dicc. de Teología moral, Ed. Studium, voz Equitá (o epiqueya); también Aequitas canonica cit. y Naz, Dicc. de Dcho. Can., voz Equidad.
(71) Naz, Dicc. cit., Epiqueya, col. 366.
(72) Ibid.
(73) Suárez, De Legibus VI, VIII, 2.
(74) Ibid., 4.
(75) Ibid., 5.
(76) Suárez, De Legibus, VI, VII, 11.
(77) Ibid. VI, VIII, 8.
(78) Ibid. VI, VIII, 1.
(79) Summa Theol.,q.80.artig.único.
(1) Motu Proprio del 2 de julio de 1998.
(2) Brisbois, A propos des lois purement pénales, en Nouvelle revue théologique 65 (1938, p. 1072).
3) Vid. can. 20 del código pío-benedictino, y F.M. Cappello, S.I., Ius suppletorium, en Summa iuris canonici, vol. I, Roma 1961, p. 79.
(4) Vid. E. Eichmann-K. Mörsdof, Tratado de derecho canónico, y G. May, Legítima defensa, resistencia, necesidad.
(5) Santo Tomás, Summa Theol. Suppl. q. 8 a 6; vid. también Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Caritas (erga proximum).
(6) Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Caritas; Billuart, De caritate, Diss. IV art. 3; Genicot, S.I., Institutiones Theologiae moralis vol. I, 217 A y B, etc.
(7) Humani Generis, 1950.
(8) Motu Proprio de 18.11.1907.
(9) Discurso en el seminario lombardo en Roma, 7.12.1968.
(10) Discurso del 30.6.1972.
(11) L’Osservatore Romano, 7.12.1981.
(12) Genicot, S.I. Institutiones theologiae moralis, I, 217 B; Billuart, De caritate, IV, 3; San Alfonso, Theologia moralis, III, 27.
(13) Suárez, De caritate, IX, II, n. 4.
(14) Roberti-Palazzini, Dizionario di teologia morale, voz Jurisdicción supletoria.
(15) Naz, Diccionario de Derecho Canónico, voz Derecho canónico, col. 1446.
(16) Discurso al II Congreso mundial del apostolado de los laicos (octubre 1957).
(17) San Alfonso, Theologia moralis VI, IV, 625, y Opere Morali, Marietti, Turín 1848, XVI, VI, 126-127.
(18) I Jn. 3,17; Summa Theol. II- II q.32 a. 1 y a. 5 ad 2; q. 71 a. 1; Billuart, De caritate Dissert. IV art.3.
(19) E. Genicot, S.I., op. cit. I, 21 B y C.
(20) Theologia moralis III, III, n. 27.
(21) Suárez, De charitate, IX, II, n.4.
(22) De charitate, Dissert. IV art. 3.
(23) San Jerónimo, Adversus Luciferianos.
(24) Romano Amerio, Iota Unum, Salamanca 1995, pp. 15-16.
(25) Ibid. p. 477.
(26) Ibid. p. 110 y ss.
(27) Il Sabato, 30.7 a 5.8 de 1988.
(28) Journet, La Iglesia del Verbo encarnado, vol. I.
(29) San Alfonso, Theologia Moralis VI, IV, n. 560.
(30) Summa Theol. XIII, La Penitencia, p. 420.
(31) Suárez (De poenitentia, Disp. XXVI, sec. IV, n. 6) se pregunta si esta costumbre perpetua y común guardada por la Iglesia es de institución divina. En todo caso –concluye– la Iglesia no podría abolirla, ya que eso sería usar el poder “no para edificar, si no para demoler” (ibid.)
(32) San Alfonso De paenit. sacram. XVI, V, n. 92.
(33) Suárez, De Legibus, VI, VII, 13.
(34) F.M. Cappello, Summa Iuris Canonici, vol. I, p. 258, 2; también Palazzini, Dictionarium cit., voz Iurisdictio suppleta.
(35) San Alfonso, De poeinitentiae sacramento, XVI, V, 90.
(36) Santo Tomás, Summa Theol. II-II q. 66 a 7; cf. también II-II q. 32 a. 7 ad 3.
(37) Vid. Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Iurisdictio suppleta.
(38) F.M. Cappello, S.I., Summa iuris canonici, vol. I, Roma, 1961, p. 252.
(39) Vid. Manlio Simonetti, La crisis arriana en el siglo IV, Institutum Patristicum Augustinianum, Roma 1975.
(40) Dict. mor. et can., voz Episcopi.
(41) Ibid., voz Iurisdictio.
(42) Enciclopedia Católica, voz Necesidad, estado de.
(43) De las consagraciones episcopales contra la voluntad del Papa, ensayo colectivo de la Hermandad de San Pedro.
(44) De poenitentiae sacramento, tratado XVI, cap. V, n. 91.
(45) Journet, op. cit., I, p. 528, nota 2.
(46) Vid. Salaverri De Ecclesia, en Summa Theologiae, BAC, Madrid.
(47) Journet, op. cit., pp. 656-657. El P. Tito Centi, O.P., en la nota 1 a la Suma Teológica de Santo Tomás, Ed. Salani, II-II q. 39 a. 4, escribe: “Tenemos un indicio en el hecho de que la Iglesia no exija una confesión general a los cismáticos que vuelven a la unidad, ni la convalidación de sus eventuales impedimentos matrimoniales”.
(48) Palazzini, Diction. mor. et can., voz Fontes iuris canonici; Naz, Dictionnaire de Droit canonique, voz Droit canonique.
(49) Naz, loc. cit.
(50) Genicot, S.I., Institutiones theologiae moralis, I, 85.
(51) Palazzini, Dictionarium cit., voz Mandatum Apostolicum.
(52) L. Rodrigo, Praelectiones theologico-morales comillenses II, tratado De Legibus, Sal Terrae, Santander 1944, n. 393.2, p. 294 (cit. en F.J. Urrutia, S.I., Aequitas canonica, en Periodica de re morali, canonica, liturgica, vol. 73, p. 46, n. 21, Universidad Pontificia Gregoriana).
(53) Suárez, De charitate, IX, II, 3.
(54) Gerson, De contemptu clavium et materia excommunicationum et irregularitatum (Basilea 1489), VII-XII, I, 33, cit. en Tito Centi, O.P., La scomunica di Girolamo Savonarola, Ed. Ares, Milán.
(55) Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Episcopi.
(56) Enciclopedia cattolica, voz Necesidad, estado de.
(57) Noldin, S.I., Summa Theologiae Moralis, I, De Principiis, III, 8, p. 203.
(58) Roberti-Palazzini, Dizionario di Teologia morale, voz Resistencia al poder injusto.
(59) Diccionario de Derecho Canónico, voz Necesidad, col. 991.
(60) Suárez, De Legibus, VI, VII, 12.
(61) Palazzini, Dictionarium morale et canonicum, voz Oboedientia.
(62) Tito Centi, O.P., La Somma Teologica, Ed. Salani, vol. XIX, n. 1, p. 274.
(63) Roberti-Palazzini cit., voz Resistenza al potere ingiusto; vid. León XIII, Libertas.
(64) Palazzini, Diccionario cit., voz Inoboedientia.
(65) Naz, Diccionario cit., voz Epiqueya.
(66) León XIII, Diuturnum illud.
(67) Entrevista en 30 Giorni, marzo 1991.
(68) Palazzini, Dicc. cit, voz Oboedientia.
(69) Suárez, De Legibus, VI, VIII, 1.
(70) Vid. Roberti-Palazzini, Dicc. de Teología moral, Ed. Studium, voz Equitá (o epiqueya); también Aequitas canonica cit. y Naz, Dicc. de Dcho. Can., voz Equidad.
(71) Naz, Dicc. cit., Epiqueya, col. 366.
(72) Ibid.
(73) Suárez, De Legibus VI, VIII, 2.
(74) Ibid., 4.
(75) Ibid., 5.
(76) Suárez, De Legibus, VI, VII, 11.
(77) Ibid. VI, VIII, 8.
(78) Ibid. VI, VIII, 1.
(79) Summa Theol.,q.80.artig.único.