La libertad explicada por Pío XII.
Quien,
como Pío XII, tantas
veces denunció y condenó el estatismo y la mecanización de la vida contemporánea,
no podía ser sino un ardiente defensor de la libertad personal. En efecto,
proclamó que ésta, rectamente entendida, constituye una de los fundamentos de
la reconstrucción social; no es posible edificar tal reconstrucción
prescindiendo de ella.
[Los católicos
y todos aquellos que reconocen y adoran a un Dios personal y observan su Decálogo]
sean
conscientes de cuanto ellos, y solamente ellos, pueden contribuir real y eficazmente
a la obra de reconstrucción, persuadidos al mismo tiempo de que esta obra no
podrá llegar nunca a feliz término si no se funda sobre el derecho, sobre el
orden y sobre la libertad. Sobre la libertad, queremos decir, de tender a lo
que es verdadero y bueno, sobre una libertad que esté en armonía con el
bienestar de cada pueblo en particular y de toda la gran familia de los pueblos.
De esta libertad la Iglesia ha sido siempre sostenedora, tutora y vindicadora.
(Alocución
al Sacro Colegio de Cardenales, lº junio 1946.)
Lo
dicho al final de este párrafo acerca de la preocupación de la Iglesia Católica
por la libertad del hombre se explica perfectamente si se tiene en cuenta la
íntima vinculación que existe entre esta libertad y la de la misma Iglesia.
Cuando ella [la Iglesia] combate por conquistar o
defender su propia libertad, es también por la verdadera libertad, por los derechos
primordiales del hombre que lo hace.
(Alocución
a los miembros del Congreso Internacional de
Estudios Humanistas, 25 setiembre 1949.)
Tero
el término “libertad” se presta a interpretaciones equívocas. El Padre Santo
se preocupó por precisarlo y por distinguirlo de la licencia.
La verdadera libertad, la que
merece verdaderamente este nombre y hace la felicidad de los pueblos, no tiene
nada de común con la licencia desenfrenada, el desborde de la desvergüenza;
la verdadera libertad es, al contrario, la que garantiza la actuación y la
práctica de lo verdadero y de lo justo en el dominio de los mandamientos
divinos y en el cuadro del bien público. Por lo tanto, tiene necesidad de
justos límites.
(Radiomensaje al pueblo suizo, 20 setiembre 1946.)
Los hombres, tanto los
individuos como la sociedad humana, y su bien común están siempre ligados al
orden absoluto de los valores establecido por Dios. Ahora bien, para realizar y
hacer eficaz esta vinculación de una manera digna de la naturaleza humana, ha
sido dada al hombre la libertad personal, y la tutela de esta libertad es el
fin de todo ordenamiento jurídico merecedor de tal nombre. Pero de ahí también
se sigue que no puede haber la libertad y el derecho de violar aquel orden
absoluto de valores. Se vendría a lesionarlo y a afectar la defensa de la
moralidad pública, que es sin duda un elemento primordial para el mantenimiento
del bien común por parte del Estado si, para citar un ejemplo, se concediera,
sin miramiento a aquel orden supremo, una libertad incondicionada a la prensa
y al “film”.
(Alocución
al patriciado y a la nobleza romana, 8 enero 1947.)
La
genuina libertad es un conjunto de derechos y deberes.
La libertad, base de las
relaciones humanas normales, no puede ser entendida como desenfrenada
licencia, se trate de individuos, o de partidos, o de todo un pueblo —la colectividad,
como se dice hoy—, o aun de un Estado totalitario que, con absoluta
indiferencia, usa cualquier medio para alcanzar sus fines. No, la libertad es
algo muy diferente. Es un templo de orden moral erigido sobre líneas
armoniosas; es el conjunto de derechos y deberes entre los individuos y las
familias, y algunos de estos derechos son imprescriptibles aun cuando un bien
común aparente pueda oponerse; derechos y deberes entre una nación o Estado y
la familia de naciones y Estados. Estos derechos y deberes están cuidadosamente
medidos y equilibrados por las exigencias de la dignidad de la persona humana y
de la familia, de una parte, y del bien común, por la otra.
(Alocución
al Embajador de Gran Bretaña, 23 junio 1951.)
En la lid con la nueva forma de vida
del Este materialista, Occidente afirma que toma cartas en pro de la dignidad y
de los derechos del hombre y en particular por la libertad del individuo. Pero
no puede dejar de ver que la dignidad y los derechos del hombre —especialmente
su libertad personal— se vuelven contra él, se neutralizan a sí mismos si no
son tomados junto con las obligaciones y los deberes a los cuales el orden de
la naturaleza, tanto como el de la gracia, los ha unido indisolublemente y los
ha impuesto al hombre en los mandamientos de la ley de Dios y la ley de Cristo.
(Carta
al Obispo de Augsburgo con motivo del milenario de la batalla de Lechfeld, 27
julio 1955.)
La
libertad sólo puede ser bien entendida si se la considera en un plano
trascendente, con criterio sobrenatural
No olvidéis que la libertad
terrenal no es un bien sino cuando se expande en una libertad más elevada, si
sois libres en Dios, libres frente a vosotros mismos, si conserváis vuestra
alma libre y abierta para recibir los raudales del amor y de la gracia de
Jesucristo, de la vida eterna que es El mismo.
(Alocución
con motivo de la canonización de Nicolás de Flüe, 16 mayo 1947.)
El concepto elevado y amplio sostenido por la
Iglesia choca con la alarmante tendencia hodierna a la disminución progresiva
de la libertad y de la responsabilidad personal; tal tendencia existe incluso
en las naciones que se llaman “libres”. Esto se vincula con los tremendos
problemas de la colectivización y de la mecanización de la vida moderna, que el
Vicario de Cristo denunció tantas veces.
Es un hecho doloroso que hoy ya
no se estima o no se posee la verdadera libertad. [... ] Los que, por ejemplo,
en el campo económico o social pretenden hacer a la sociedad responsable de todo,
aun de la dirección y de la seguridad de su existencia; o los que esperan hoy
su único alimento espiritual diario cada vez menos de sí mismos —es decir, de
sus propias convicciones y conocimientos— y cada vez más de la prensa, la
radio, el cine, la televisión, que se lo ofrecen ya preparado, ¿cómo podrán
estimarla y desearla, si no tiene ella lugar alguno en su vida? No son más que
simples ruedas en los diversos organismos sociales; ya no son hombres libres,
capaces de asumir y de aceptar una parte de responsabilidad en las cosas
públicas [...]
Esta es la situación dolorosa
con que tropieza también la Iglesia en sus esfuerzos por la paz, en sus
llamadas a la conciencia de la verdadera libertad humana, elemento
indispensable, según la concepción cristiana, del orden social, considerado
como organización de paz. En vano multiplicará ella sus llamamientos a hombres
privados de esa conciencia, y aún más inútilmente los enderezará hacia una
sociedad que ha quedado reducida a puro automatismo.
Tal es la demasiado difundida
debilidad de un mundo que gusta llamarse con énfasis “el mundo libre”. O se
engaña o no se conoce a sí mismo: no se asienta su fuerza en la verdadera libertad.
[... ] De ahí proviene también, en no pocos hombres autorizados del llamado “mundo
libre”, una aversión contra la Iglesia, contra esta importuna amonestadora de
algo que no se tiene pero que se pretende tener y que, por una rara inversión
de ideas, se le niega con injusticia precisamente a ella: hablamos de la estima
y del respeto de la genuina libertad.
Mas la invitación de la Iglesia
todavía encuentra menor resonancia en el campo opuesto. Aquí, en verdad, se
pretende estar en posesión de la verdadera libertad, porque la vida social no
fluctúa sobre la inconsciente quimera del individuo autónomo, ni hace al orden
público lo más indiferente posible a valores presentados como absolutos; antes
bien, todo está estrechamente ligado y dirigido a la existencia o al progreso
de una determinada colectividad.
Pero el resultado del sistema de
que hablamos no ha sido feliz, ni ha hecho más fácil la acción de la Iglesia:
porque aquí está menos tutelado aún el verdadero concepto de la libertad y de
la responsabilidad personal. Y ¿cómo podría ser de otro modo, si Dios no tiene
allí su puesto soberano, si la vida y la actividad del mundo no gravitan en
torno a Él ni tienen, a El por centro? La sociedad no es más que una enorme
máquina, cuyo orden es sólo aparente, porque ya no es el orden de la vida, del
espíritu, de la libertad, de la paz. Como en una máquina, su actividad se
ejercita materialmente, destruyendo la dignidad y la libertad humanas.
(Radiomensaje
de Navidad, 24 diciembre 1951.)
Quien encontrase infundada
nuestra solicitud por la verdadera libertad al referirnos, como lo hacemos, a
la parte del mundo que suele llamarse “mundo libre”, debería considerar que también
en él, primero la guerra propiamente dicha, luego la “guerra fría”, han
conducido forzosamente las relaciones sociales en una dirección que
inevitablemente restringe el ejercicio de la libertad misma.
(Radiomensaje
de Navidad, 24 diciembre 1952.)
Para asegurar la libertad del hombre, preciso
es que la sociedad esté ordenada de acuerdo a su estructura natural, o sea
conforme al supremo Ordenador, dando de lado a la "idolatría"
tecnológica y mecanicista.
La religión y la realidad del
pasado enseñan que las estructuras sociales, como el matrimonio y la familia,
la comunidad y las profesiones mancomunadas, la unión social dentro de la propiedad
personal, son células esenciales que aseguran la libertad del hombre y, con
ésta, su papel en la historia. Son intangibles, por lo tanto, y la sustancia de
ellas no puede estar sujeta a arbitrarias revisiones.
Quien de veras busca la libertad
y la seguridad, debe restituir la sociedad a su verdadero y supremo Ordenador,
persuadiéndose de que solamente el concepto de sociedad que deriva de Dios lo
protege en sus empresas más importantes. El ateísmo teórico y aun práctico de
quienes idolatran la tecnología y el proceso mecánico de los acontecimientos,
acaba necesariamente por Convertirse en enemigo de la verdadera libertad
humana, puesto que trata al hombre como a las cosas inanimadas en el
laboratorio.
(Radiomensaje
de Navidad, 23 diciembre 1956.)
Selección
tomados de César H. Belaúnde, “La política en el pensamiento de Pío
XII”, EMECÉ editores, Buenos Aires, 1962, págs. 143-148.
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